Debió ser en 1986 cuando me sentaba todas las tardes frente al televisor, alrededor de las 17:00 hrs., a ver la serie de Batman, protagonizada por Adam West. Lo recuerdo perfectamente porque mi madre llegaba de trabajar justo después de que terminaba el programa, cuando el narrador me dejaba en total suspenso y decía: "no te pierdas el desenlace mañana a la misma batihora, y por el mismo baticanal".
Aquella serie nada tiene que ver con las producciones que se hacen ahora, tanto en cine como en televisión. Comparada con Game of Thrones (de la que tanto he hablado últimamente) o con los filmes de Batman dirigidos por Christopher Nolan, el hombre murciélago que encarnaba Adam West parece una caricatura, una acuarela de un niño de kínder frente a un óleo de un pintor renacentista.
Sin embargo, sería injusto negarle cierta genialidad a ese programa televisivo; a ese Batman con panza de casado, ataviado con un disfraz ridículo (una mezcla entre mallas de ballet y mameluco); a ese opening inolvidable de dibujos animados; a esa sensual Gatúbela; a esas absurdas onomatopeyas de puñetazos y patadas, que cubrían la pantalla cada vez que se suscitaba una batalla campal entre superhéroes y villanos; a esas memorables peleas a puño limpio y a ritmo de "Batusi"; a esas surrealistas escapatorias de la muerte (podía salvarse sacando una pócima mágica de su cinturón, o bien, haciendo suertes taurinas con su capa para desviar a una manada de toros en estampida).
Eran tiempos felices, cuando las tardes transcurrían mientras jugaba con mis muñecos Playmovil, mis He-man (así generalizaba a todos los personajes) o mi Optimus Prime; mientras jugaba en el patio con mis vecinos a "las pistolas", "las trais" o futbol. Y por supuesto, cuando el final de cada capítulo de Batman anunciaba el regreso de mi madre del trabajo.
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