domingo, 8 de abril de 2018

Carne y Arena: una historia de inmigrantes como nunca se había contado


Es difícil explicar con exactitud qué es «Carne y Arena (virtualmente presente, físicamente imposible)». No es una película, pero sí puede catalogarse como cine; no es una exposición, pero sí es un registro puntual de una de las atrocidades que comete la humanidad de nuestro tiempo; no es un reportaje periodístico, pero sí es una historia real, documentada, desgarradora.

Entonces, ¿qué es Carne y Arena?, ¿qué nos tiene que contar Iñárritu acerca de los inmigrantes que no haya sido contado antes? Sabemos de memoria el viacrucis que padecen en su intento por llegar a los Estados Unidos (hay infinidad de registros documentales y audiovisuales al respecto), lo que no sabíamos era qué se siente estar ahí, en la soledad del desierto, con la dignidad mancillada por los oficiales de la patrulla fronteriza que amedrentan con sus armas y sus perros furiosos.

Es justamente hasta ese punto (físico y emocional, incluso espiritual) a donde nos lleva González Iñárritu con Carne y Arena. Se trata de una experiencia inmersiva de realidad virtual que te coloca hombro con hombro con los inmigrantes mexicanos y centroamericanos que intentan cruzar la frontera entre México y los Estados Unidos.

Y ahí estás tú, como único testigo, invisible pero muy presente en medio del desierto, junto a esa gente que no ha comido ni bebido una gota de agua en muchas horas, tal vez días, exhausta de caminar durante horas bajo el rayo del sol, con el cuerpo a punto de colapsarse, pero con una pequeña llama de esperanza aún viva. Puedes ver su cansancio, oír sus lamentos, sentir su agonía.

La instalación consta de cuatro salas, y como si fuera un guion cinematográfico, cada una va desmenuzando poco a poco la historia de los migrantes (introducción, preámbulo, clímax y desenlace).

En la primera sala, un texto de González Iñárritu nos cuenta brevemente cómo se gestó el proyecto, el cual tardó cuatro años en concretarse, tiempo en el que el director entrevistó a decenas de inmigrantes mexicanos y centroamericanos que le contaron de primera mano sus historias de supervivencia.

Posteriormente, se cruza una puerta para ingresar a la segunda sala, y aquí uno ya empieza a sentir un poco de zozobra. Hay que quitarse zapatos y calcetines y depositarlos en una gaveta, que invariablemente recuerda a las urnas donde se resguarda a los cadáveres. Después hay que seguir las instrucciones y… mejor no cuento más, para no arruinar la experiencia.

La tercera sala es un espacio de 200 metros cuadrados donde solo hay arena; está oscuro, pero se puede ver. Ahí te reciben dos personas que te colocan una mochila en la espalda, el visor de realidad virtual (si llevas lentes no es necesario que te los quites) y te explican la dinámica a seguir: puedes moverte libremente por el lugar, hincarte, sentarte o acostarte; lo único que no está permitido es correr. Acto seguido, literalmente te dejan en solo en el desierto, y en seis minutos y medio vivirás una experiencia tan aterradora como fascinante, desconcertante, brutal.

Por último y una vez que has recogido tus zapatos—, hay que atravesar un último pasillo donde están colocadas varias pantallas pequeñas, cada una de ellas tiene el rostro de un inmigrante que te ve directamente a los ojos (no son imágenes, sino video), y sobre ellos corre cada una de sus historias. No miento: se te estruja el corazón.