Es difícil explicar con
exactitud qué es «Carne y Arena (virtualmente presente, físicamente
imposible)». No es una película, pero
sí puede catalogarse como cine; no es una exposición, pero sí es un registro
puntual de una de las atrocidades que comete la humanidad de nuestro tiempo; no
es un reportaje periodístico, pero sí es una historia real, documentada,
desgarradora.
Entonces, ¿qué es Carne y Arena?, ¿qué nos tiene que
contar Iñárritu acerca de los inmigrantes que no haya sido contado antes? Sabemos
de memoria el viacrucis que padecen en su intento por llegar a los Estados
Unidos (hay infinidad de registros documentales y audiovisuales al respecto),
lo que no sabíamos era qué se siente estar ahí, en la soledad del desierto, con
la dignidad mancillada por los oficiales de la patrulla fronteriza que amedrentan
con sus armas y sus perros furiosos.
Es justamente hasta ese
punto (físico y emocional, incluso espiritual) a donde nos lleva González Iñárritu
con Carne y Arena. Se trata de una
experiencia inmersiva de realidad virtual que te coloca hombro con hombro con
los inmigrantes mexicanos y centroamericanos que intentan cruzar la frontera entre
México y los Estados Unidos.
Y ahí estás tú, como único
testigo, invisible pero muy presente en medio del desierto, junto a esa gente
que no ha comido ni bebido una gota de agua en muchas horas, tal vez días,
exhausta de caminar durante horas bajo el rayo del sol, con el cuerpo a punto
de colapsarse, pero con una pequeña llama de esperanza aún viva. Puedes ver su
cansancio, oír sus lamentos, sentir su agonía.
La instalación consta de
cuatro salas, y como si fuera un guion cinematográfico, cada una va
desmenuzando poco a poco la historia de los migrantes (introducción, preámbulo,
clímax y desenlace).
En la primera sala, un
texto de González Iñárritu nos cuenta brevemente cómo se gestó el proyecto, el
cual tardó cuatro años en concretarse, tiempo en el que el director entrevistó
a decenas de inmigrantes mexicanos y centroamericanos que le contaron de
primera mano sus historias de supervivencia.
Posteriormente, se cruza
una puerta para ingresar a la segunda sala, y aquí uno ya empieza a sentir un
poco de zozobra. Hay que quitarse zapatos y calcetines y depositarlos en una
gaveta, que invariablemente recuerda a las urnas donde se resguarda a los
cadáveres. Después hay que seguir las instrucciones y… mejor no cuento más,
para no arruinar la experiencia.
La tercera sala es un
espacio de 200 metros cuadrados donde solo hay arena; está oscuro, pero se
puede ver. Ahí te reciben dos personas que te colocan una mochila en la espalda,
el visor de realidad virtual (si llevas lentes no es necesario que te los
quites) y te explican la dinámica a seguir: puedes moverte libremente por el
lugar, hincarte, sentarte o acostarte; lo único que no está permitido es
correr. Acto seguido, literalmente te dejan en solo en el desierto, y en seis
minutos y medio vivirás una experiencia tan aterradora como fascinante,
desconcertante, brutal.
Por último —y una vez que has recogido tus
zapatos—,
hay que atravesar un último pasillo donde están colocadas varias pantallas pequeñas,
cada una de ellas tiene el rostro de un inmigrante que te ve directamente a los
ojos (no son imágenes, sino video), y sobre ellos corre cada una de sus
historias. No miento: se te estruja el corazón.
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