Por un lado, la FIFA busca erradicar las expresiones de homofobia y racismo de los estadios (por cierto, resulta curioso que utilice los términos "homofobia" y "racismo" como si de alguna manera estuvieran vinculados, como si los homosexuales fueran una raza); por el otro, le otorga la sede de la Copa Confederaciones a Rusia, un país donde la homosexualidad es prácticamente un delito.
El "¡eeeh puto!" que se grita en México nunca ha tenido una carga semántica homofóbica, es más, la expresión está casi desprovista de significado, es simplemente un grito de alegría, de diversión, punto. Ninguno de los miles de asistentes grita con odio pensando que el portero rival es homosexual. Pero la FIFA y su obtusa dirigencia no lo entiende, o no quiere entenderlo.
Que sigan multado a la Federación Mexicana de Futbol. Que México juegue con estadios vacíos. Que expulsen a nuestro país de su puto organismo (trivia: ¿qué significa este último "puto" que acabo de escribir?) ¡Que se vayan al carajo! Ya es hora de dar la pelea contra esa nociva corrección política que comienza a asfixiar una de nuestras libertades más preciadas: la libertad de expresión.
Mucha gente piensa que, se esté o no de acuerdo con el polémico grito, los aficionados deberían acatar la orden de la FIFA, sencillamente porque se trata del órgano rector del futbol y esas son sus reglas. Yo digo rotundamente que NO, hay libertades que no se negocian. Muchos de los grandes horrores de la humanidad, muchas de las tiranías (en este caso del lenguaje) suelen surgir con las mejores intenciones.
La FIFA ya decidió (por la gónadas de algunos directivos estultos) que "puto" es un término homofóbico per sé, con un significado único, universal e inamovible. La cerril decisión deja muy en claro que el organismo ignora el caracter polisémico del lenguaje y desprecia el uso de la lengua que tienen los habitantes de cada país. No hay que permitirlo, defendamos nuestro derecho a gritar con júbilo "¡eeeh puto!" cuando y donde se nos pegue la gana.
Y quien no me crea, lo invito a que vaya a la próxima marcha del orgullo gay en Ciudad de México (si no me equivoco es el 24 de junio), para que escuche a la comunidad homosexual gritar alegremente y sin pudor: ¡arriba los putos! Y nadie se ofende.
viernes, 16 de junio de 2017
sábado, 10 de junio de 2017
El Batman de mi infancia
Debió ser en 1986 cuando me sentaba todas las tardes frente al televisor, alrededor de las 17:00 hrs., a ver la serie de Batman, protagonizada por Adam West. Lo recuerdo perfectamente porque mi madre llegaba de trabajar justo después de que terminaba el programa, cuando el narrador me dejaba en total suspenso y decía: "no te pierdas el desenlace mañana a la misma batihora, y por el mismo baticanal".
Aquella serie nada tiene que ver con las producciones que se hacen ahora, tanto en cine como en televisión. Comparada con Game of Thrones (de la que tanto he hablado últimamente) o con los filmes de Batman dirigidos por Christopher Nolan, el hombre murciélago que encarnaba Adam West parece una caricatura, una acuarela de un niño de kínder frente a un óleo de un pintor renacentista.
Sin embargo, sería injusto negarle cierta genialidad a ese programa televisivo; a ese Batman con panza de casado, ataviado con un disfraz ridículo (una mezcla entre mallas de ballet y mameluco); a ese opening inolvidable de dibujos animados; a esa sensual Gatúbela; a esas absurdas onomatopeyas de puñetazos y patadas, que cubrían la pantalla cada vez que se suscitaba una batalla campal entre superhéroes y villanos; a esas memorables peleas a puño limpio y a ritmo de "Batusi"; a esas surrealistas escapatorias de la muerte (podía salvarse sacando una pócima mágica de su cinturón, o bien, haciendo suertes taurinas con su capa para desviar a una manada de toros en estampida).
Eran tiempos felices, cuando las tardes transcurrían mientras jugaba con mis muñecos Playmovil, mis He-man (así generalizaba a todos los personajes) o mi Optimus Prime; mientras jugaba en el patio con mis vecinos a "las pistolas", "las trais" o futbol. Y por supuesto, cuando el final de cada capítulo de Batman anunciaba el regreso de mi madre del trabajo.
Aquella serie nada tiene que ver con las producciones que se hacen ahora, tanto en cine como en televisión. Comparada con Game of Thrones (de la que tanto he hablado últimamente) o con los filmes de Batman dirigidos por Christopher Nolan, el hombre murciélago que encarnaba Adam West parece una caricatura, una acuarela de un niño de kínder frente a un óleo de un pintor renacentista.
Sin embargo, sería injusto negarle cierta genialidad a ese programa televisivo; a ese Batman con panza de casado, ataviado con un disfraz ridículo (una mezcla entre mallas de ballet y mameluco); a ese opening inolvidable de dibujos animados; a esa sensual Gatúbela; a esas absurdas onomatopeyas de puñetazos y patadas, que cubrían la pantalla cada vez que se suscitaba una batalla campal entre superhéroes y villanos; a esas memorables peleas a puño limpio y a ritmo de "Batusi"; a esas surrealistas escapatorias de la muerte (podía salvarse sacando una pócima mágica de su cinturón, o bien, haciendo suertes taurinas con su capa para desviar a una manada de toros en estampida).
Eran tiempos felices, cuando las tardes transcurrían mientras jugaba con mis muñecos Playmovil, mis He-man (así generalizaba a todos los personajes) o mi Optimus Prime; mientras jugaba en el patio con mis vecinos a "las pistolas", "las trais" o futbol. Y por supuesto, cuando el final de cada capítulo de Batman anunciaba el regreso de mi madre del trabajo.
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