jueves, 5 de mayo de 2016

El peligro de caminar con audífonos en la calle

Estoy consciente que caminar por la calle con audífonos puestos representa un peligro. Sin embargo, todos los días, en el trayecto de regreso a mi casa, aprovecho para escuchar el podcast de mi programa de radio favorito Dispara Margot Dispara. Lo hago regularmente en cuanto me bajo del camión, cuando me restan por caminar diez cuadras hacia mi hogar. Escucho el programa a un volumen moderado que me permite oír también lo que sucede a mi alrededor. Si veo a una persona en actitud sospechosa o a alguien que viene detrás de mí, me quito un auricular y tomo mis precauciones. Ayer me quedó claro que lo mejor es no llevar audífonos en la calle bajo ninguna circunstancia.

Ayer, casualmente tomé una ruta distinta al volver a mi casa. Dos cuadras adelante vi a un par de adolescentes de no más de 16 años en actitud más que sospechosa. Me detuve un par de segundos antes de pasar por donde estaban, incluso pensé en cruzarme la calle. No lo hice porque ingenuamente pensé que eran dos drogadictos de por ahí, pues cada uno inhalaba su respectiva mona, o al menos eso creí. Tampoco me parecieron mayor peligro porque, como ya mencioné, eran dos chavitos de 15 o 16 años de menor estatura que yo.

Pasé a un lado de ellos con mis reservas, los vi a los ojos, como para dejarles claro que había notado su presencia y que no iba pajareando. No me dijeron nada. Seguí mi camino y volteé en varias ocasiones para cerciorarme que no me venían siguiendo. Nada. Al llegar a la esquina giré a la izquierda y continué caminando. A mitad de la cuadra solo sentí cómo uno de ellos trató de sujetarme por el cuello. Algo me dijo pero no lo escuché porque traía los audífonos, y supongo que llevaba una navaja o una punta, pero la verdad nunca vi nada. Todo pasó muy rápido.

En un primer instante grité, no para pedir auxilio, sino simplemente por el susto, como cuando alguien te sorprende por detrás precisamente para espantarte; broma bastante estúpida, por cierto. Por una fracción de segundo pensé que era algún conocido, pero al darme cuenta que intentaban asaltarme, mi reacción inmediata fue correr. No sé cómo me zafé, si fue un codazo, un empujón o simplemente tuve más fuerza que mi agresor; solo sé que corrí lo más rápido que pude.

Me persiguieron los muy hijos de puta. Al voltear, vi que los dos venían detrás de mí. Por un momento pensé en enfrentarlos. No soy precisamente un gran peleador, pero ¡carajo, eran dos escuincles malnacidos tratando de robarme! No tengo duda de que a los dos los hubiera sentado de un putazo. De verdad lo pensé, porque además, mientras corría, comenzó a invadirme un sentimiento de rabia. No lo hice porque no sabía si llevaban un cuchillo, una pistola u otra arma. Al llegar a la esquina de la siguiente cuadra, finalmente desistieron. Crucé la calle hacia un taller mecánico y uno de los señores que estaba en el lugar y presenció el desagradable episodio, me propuso que los persiguiéramos, o que apretara el botón de auxilio que estaba justo en esa esquina y que jamás había visto.

Opté por el botón de emergencia, pero ya no esperé a que me contestaran, lo que quería era alejarme de ahí. Estaba alterado, con el estómago revuelto y sentimientos encontrados. Por un lado quería romperles la madre a esos desgraciados.Y que no me vengan con que “pobres chavos, de seguro no han tenido las oportunidades para salir adelante” y etcétera, etcétera. No hay algo que me encabrone más que cuando la gente hace apología del delito por cuestiones de pobreza. Quería también hablarle a la policía para que los apresaran y los refundieran por lo menos 10 años en la cárcel. Pero por otro lado pensé en el viacrucis que tendría que atravesar para hacer la denuncia. Me imaginé saliendo del Ministerio Público a las tres de la mañana, con amenazas de los padres de los delincuentes y con la preocupación de mi madre, regresar días después a ratificar la denuncia, etcétera. Qué triste que nuestro sistema judicial esté podrido de tal forma, que lo que menos que quiera hacer una víctima de la delincuencia sea denunciar. Aún así no me excuso, debí realizar la denuncia.

Ya no caminé. Tomé el microbús de regreso a mi casa, pasé a comprar pan y no le he dicho nada a mi mamá, luego le contaré. Busqué en twitter la cuenta de la Secretaría de Seguridad Pública de la Ciudad de México y denuncié lo que me había sucedido, solo para dejar registro de lo ocurrido.

He pensado muchas cosas al respecto. Lo comparto con el deseo de que también les sirva de algo, aunque sea para reflexionar.

1.- Descarten por completo caminar en la calle con audífonos o revisando el celular. Al hacer esto uno queda completamente vulnerable y se vuelve blanco fácil de la delincuencia. Tampoco importa la calle ni la hora del día, da lo mismo Reforma a las ocho de la mañana o el Centro Histórico a las tres de la tarde, ya no se diga otras zonas menos vigiladas. Los ladrones lo único que tienen que hacer es pararse en un lugar determinado y esperar a que pase una víctima distraída.

2.- Es escalofriante saber lo vulnerables que somos. Afortunadamente fueron unos raterillos imbéciles los que trataron de asaltarme, pero unos ladrones sin escrúpulos bien pudieron darme una puñalada por la espalda o un balazo en la cabeza y hasta ahí hubiera llegado mi existencia. Prácticamente cualquier maleante puede secuestrar, robar o matar sin que ninguna autoridad pueda hacer algo al respecto. Mejor ni pensarlo y tomar todas las precauciones.

3.- Es triste que unos chavos que apenas han superado su niñez ya sean unos delincuentes. Y aunque seguramente han tenido un entorno social y económico adverso, eso no justifica sus actos. Quien roba por hambre hurta un pan, no un celular o una cartera.

No hay comentarios:

Publicar un comentario