Debió ser un poema el que leíamos aquella vez. Tercero de
secundaria, clase de español con el maestro asesor, el mismo viejo hosco que en
una ocasión me puso como lazo de cochino frente a toda la clase por no saber un
carajo del conflicto que recién había estallado en Chiapas. ¡Pinche Geppetto
puto! Así le apodamos, era igualito al papá de Pinocho.
“… con desdén lozano”. Detuvo la lectura y nos ordenó sacar
el diccionario. El significado de “lozano” realmente lo aprendí con el paso del
tiempo, cuando asocié la palabra con el rostro de un bebé… en un principio. Ahora
me imagino unas nalgas tersas y carnosas.
La palabra que sí se me quedó grabada desde ese entonces fue
“desdén”. Me gustó su musicalidad
fonética. Me pareció además un término de sutil significado y, al mismo tiempo,
de alcances semánticos devastadores. A la fecha me resulta dolorosamente poética,
noble pero implacable. Es una forma cortés y descorazonada de decirle a alguien
que no es nadie.
Si las palabras se dividieran en clases sociales, “desdén”
formaría parte de la aristocracia.
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