domingo, 14 de abril de 2013

Mi pasado futbolero

Hubo un tiempo en que era fanático del balompié. Me sabía los nombres de todos los futbolistas mexicanos y gran parte de los europeos. Me tocó ver a Hugo Sánchez en plenitud cuando jugaba con el Real Madrid. Recuerdo aquella fenomenal Naranja Mecánica de Ruuth Gullit y Marco van Basten que ganó la Eurocopa de 1988. Y cómo olvidar el mundial de México 86, con los golazos de Negrete y Maradona, el Pique (la mejor mascota que se haya tenido, aunque todavía se le acuse de ser un estereotipo negativo del mexicano), y el equipo tricolor que tenía mucho corazón y ciertamente en la cancha lo demostró (era una jalada de canción, pero se erizaba la piel al escucharla, como ahora sucede con el Cielito Lindo), aunque al final terminó jugando como nunca y perdiendo como siempre.


En fin, mi afición al futbol venía desde la cuna. A mi padre le apodaban el "Tubo Gómez", pues cuentan que era tan bueno como el legendario portero del llamado "Campeonísimo". De ahí también mi simpatía en un principio por las Chivas Rayadas del Guadalajara (ya se sabe que tanto la religión como el afecto a un equipo deportivo no es una decisión propia, sino algo que se inculca de padres a hijos desde temprana edad, sin que exista razonamiento de por medio).

Ahí como me ven, en mi etapa amateur -la única-, gané dos títulos en torneos de futbol.  El primero incluso fue patrocinado por el Chocolate Milo (delicioso, por cierto, nunca he probado otro tan rico). Creo que participaron solo cuatro equipos, y Carlos, nuestro goleador estrella, tenía como tres años más que todos los demás, algo que en primero de primaria hace mucha diferencia. Pero qué chingados, nos dieron nuestra medalla y un bote de chocolate en polvo.

El segundo título (#oiesamamada) vino cuando cursaba mis estudios de bachillerato en el CCH Azcapotzalco. La final fue apoteósica, y aquí no exagero. Terminamos el primer tiempo con un 2-0 en contra, y en la segunda mitad remontamos como los grandes. Se siente bien chingón. Al final alguien de nuestro equipo cometió la pendejada de burlarse de los contrarios y casi se arman los madrazos. En aquel equipo la estrella se llamaba Rubén, un compañero que jugaba que no mames... Luego uno no entiende cómo es que el Kikín Fonseca llegó a primera división habiendo tanto talento en el llano.

Pero crecí y fui a la escuela. Dejé de creer en los Reyes Magos y me alejé de Dios. Ya tampoco soy aficionado del Guadalajara, ahora honro a mi Universidad, aunque la verdad ya me importa un cacahuate lo que suceda en las canchas, y salvo algunos partidos de la Eurocopa y el Mundial, el futbol me resulta en general bastante aburrido.

Todo esto viene a cuento porque, mientras hacía limpieza en mi cuarto y me deshacía de pinchemil revistas que nunca me sirvieron para nada, salieron varios boletos de cuando asistía a los estadios. De hecho, mi intención solo era contar las anécdotas que recuerdo de esas entradas, pero se me fue la mano escribiendo, algo que ya tenía tiempo que no me pasaba. De todas formas, van las anécdotas, prometo que serán breves.

 
Este es de la primera vez que fui al Estadio Olímpico Universitario, una construcción preciosa, la única que vale la pena conservar tal y como está. Aquella vez fui con mi amigo Rubén, estábamos casi a nivel de cancha. Las Chivas ganaron 2-0.


Conseguir ese boleto me costó sangre, sudor y lágrimas (nótese que las entradas de hasta abajo constaban 50 nuevos pesos). Si mal no recuerdo (es la primera y última vez que empleo esta muletilla, porque la verdad no estoy seguro de que todos los boletos correspondan a la anécdota que cuento, pero todo lo que escribo sí es verídico) era un partido de mitad de temporada, y los equipos estaban en primero y segundo lugar de la tabla general. Llegué al estadio a las 6:00 a.m. La explanada era ya una romería y el desmadre aumentaba conforme uno se acercaba a las taquillas. Hubo jalones, mentadas de madre, ansiedad, risas. Qué tan cotizados habrán estado los boletos que hasta una vieja que fingió desmayarse para que la dejaran comprar antes, fue sacada de la fila por todo lo alto para que no estorbara. A las dos de la tarde ya no había ni un trinche boleto.


Creo que fue un sábado por la tarde, regresábamos de una reunión familiar en casa de una tía que vivía por Coapa. Le pedí a mi primo que me acompañara, fue una decisión del momento. Los boletos nos costaron 10 o 15 pesos, en el palomar. En ese partido Necaxa le puso una chinga a las Chivas, como 4-0. Al final del partido, Nacho Vázquez pudo meter el de la honra, pero ya enfilado frente a la portería, el pendejo piso el balón y fue a dar ridículamente al piso. Mi primo estaba cagado de la risa.


Este me lo gané en un programa de lo que hoy es W Radio, me dieron dos boletos y una playera, aunque ya había comprado unas entradas para el partido. Recuerdo que, entre otras preguntas, me pidieron que mencionara un jugador del América que había estado en un club italiano. La respuesta es Pedro Pineda. Al llegar al estadio vendí los boletos a precio de taquilla.


Que yo sepa, esa ha sido la única vez que las Chivas han jugado como local en el estadio Azteca. La afición en Guadalajara estaba muy encabronada por esa decisión. Como es posible apreciar, el boleto me costó 6 pesos. Creo que gasté más en el transporte de ida y vuelta.


Este es el mejor de todos. Apenas se alcanza a distinguir, dice Cruz Azul vs Guadalajara. Esa ha sido, para mi desgracia, la única vez que he asistido solo a un estadio de futbol. Cuando compré el boleto, el partido estaba pactado para el día sábado, pero por alguna situación extraordinaria lo pasaron para el domingo. Lo malo del asunto fue que en esos días yo no contaba con televisión (se había descompuesto), así que nunca me enteré del cambio de fecha. Y ahí tienen a su pendejo cruzando la ciudad sobre avenida Insurgentes, con su gorra y su bandera de las chivas, en camino a un partido inexistente. Cuando llegué al estadio y me enteré que el partido lo habían reprogramado para el día siguiente, me sentí el ser más estúpido del mundo. Doblé mi bandera y la metí en la bolsa del pantalón y la gorra creo que la tiré a la basura. Al llegar a mi casa reí como imbécil durante tres días seguidos.

miércoles, 20 de marzo de 2013

Jaime Sabines


Mi primer encuentro con Sabines fue unos días después de su muerte, en la parada del camión. Ahí lo conocí, en un anuncio oficial en el que se leía un fragmento de uno de sus poemas. No recuerdo cuál era, pero aquellas palabras llegaron a una parte de mi ser que hasta ese momento desconocía. Fue amor a primera vista. Desde entonces quedé prendado de su obra.
De cuando en cuando regreso a leerlo. Me sigue pasmando el célebre “Espero curarme de ti”. Me sorprende que en “Del Mito” (de apenas seis líneas de extensión) haya logrado configurar toda una filosofía de vida. Y me conmueve que le haya dedicado poemas tan bellos a su televisor descompuesto y a su automóvil nuevo.

Jaime Sabines debe ser uno de los pocos autores a los que la gente les expresa sincera devoción, porque sus palabras fueron directas, honestas, transparentes. Cuando tropezaba con una piedra, decía simplemente “pinche piedra”.

Hoy se cumplen 14 años de su partida (de hecho fue ayer, solo que como a Joaquín Sabina me dieron las doce y la una y las dos y las tres…), y quiero celebrar que está más vivo que nunca.


TE DESNUDAS IGUAL que si estuvieras sola
y de pronto descubres que estás conmigo.
¡Cómo te quiero entonces

entre las sábanas y el frío!
 
Te pones a flirtearme como a un desconocido
y yo te hago la corte ceremonioso y tibio.

Pienso que soy tu esposo

y que me engañas conmigo.

¡Y cómo nos queremos entonces en la risa
de hallarnos solos en el amor prohibido!

(Después, cuando pasó, te tengo miedo
y siento un escalofrío.)



domingo, 17 de marzo de 2013

El origen de mis palabras


Debió ser un poema el que leíamos aquella vez. Tercero de secundaria, clase de español con el maestro asesor, el mismo viejo hosco que en una ocasión me puso como lazo de cochino frente a toda la clase por no saber un carajo del conflicto que recién había estallado en Chiapas. ¡Pinche Geppetto puto! Así le apodamos, era igualito al papá de Pinocho.

“… con desdén lozano”. Detuvo la lectura y nos ordenó sacar el diccionario. El significado de “lozano” realmente lo aprendí con el paso del tiempo, cuando asocié la palabra con el rostro de un bebé… en un principio. Ahora me imagino unas nalgas tersas y carnosas.

La palabra que sí se me quedó grabada desde ese entonces fue “desdén”.  Me gustó su musicalidad fonética. Me pareció además un término de sutil significado y, al mismo tiempo, de alcances semánticos devastadores. A la fecha me resulta dolorosamente poética, noble pero implacable. Es una forma cortés y descorazonada de decirle a alguien que no es nadie.

Si las palabras se dividieran en clases sociales, “desdén” formaría parte de la aristocracia.