lunes, 5 de diciembre de 2011

Hasta siempre Bicho



Bicho llegó como suelen llegar las mejores cosas de la vida: por mera casualidad. Mi sobrina lo recogió en la entrada de la unidad habitacional donde vivíamos en aquel entonces. Estaba asustado, hambriento, con frío. Acordamos que sólo se quedaría un par de días antes de regalarlo a la encargada de la tiendita del primer piso. Vivió con nosotros once años, tiempo en el que inevitablemente se volvió parte de la familia.

Quienes aseguran que los gatos no son cariñosos hablan desde la ignorancia. Incluso los que han tenido uno como mascota y reniegan de su comportamiento sueltan la misma perogrullada: “es que no son como los perros”. ¡Pues no, son gatos, y así es como se comportan!
Como todos los felinos, Bicho era un absoluto desmadre, un rebelde irredento. Y precisamente eso lo hacía único y entrañable. Todos los recuerdos que tengo de él transitan sobre esa convicción dionisiaca a la que ancló su existencia. No se me olvida, por ejemplo, cuando en una solemne noche guadalupana en la que varias vecinas invitadas le rezaban a la virgen, trepó sigilosamente hasta la cabeza de mi madre y comenzó a dar zarpazos en su cabello como si fuera una bola de estambre.

En otra ocasión, luego de recibir un regaño también de mi mamá, aguantó paciente el momento en que se distrajo y corrió a darle literalmente una cachetada. Así tal cual, sin sacar las garras, simplemente corrió hacia ella y le estampó la huella de su pata rosada en la mejilla, para después salir despavorido a guarecerse debajo de la cama. ¿O qué tal esa noche en que lo descubrí sobre la mesa del comedor lamiendo a placer la cajeta que dejamos destapada? O la vez que se quemó los bigotes por meter la cabeza en el boiler, o cuando…
Son innumerables las anécdotas y los recuerdos que se atesoran a lo largo de más de una década de convivencia. Cuando lo adoptamos yo aún no ingresaba a la Universidad y el departamento que actualmente habito era apenas un esbozo en obra negra. En estos once años Bicho vio salir a mi hermana vestida de novia rumbo a su boda y despidió a mi sobrina cuando partió con su panza de 9 meses hacia el hospital.

Bicho también era el más fiel de los compañeros, y es así como siento su pérdida, porque más  allá de los incontables momentos felices que guardo en la memoria,  extraño esa implacable cotidianidad que ahora se vuelve contra mí en forma de nostalgia. Quisiera volver a sentir sus arrumacos, verlo brincar sobre el sillón y el refrigerador, escuchar su ronroneo afanoso o sus maullidos con los que exigía su pechuga de pollo término medio, sin sal. ¡Qué ganas de regresar los días en el calendario!
Hoy se cumple un mes de su partida. Fue tan rápida e inesperada que ni siquiera hubo tiempo de reflexionar. Siempre fue un gato ágil, rozagante; a pesar de su edad aún conservaba completa la dentadura y jamás hubo que llevarlo al veterinario, hasta aquel día en que simplemente ya no quiso comer.

En la primera revisión médica el diagnóstico fue una especie de laringitis. Tres días después y cien gramos de peso menos, le detectaron “algo” en el intestino y me advirtieron que tendría que operarse cuanto antes. Fue el último día que lo vi con los ojos abiertos.

Resultó que ese “algo” era un virus que traía pegado por casi todo el intestino, así que había que cortarle gran parte del mismo. Cuando el doctor me lo dijo al teléfono, sentenció: “…sería un milagro si sobrevive”. Le pedí que esperara a mi llegada para despedirme de mi gato y colgué, ya como con tres nudos en la garganta.
Al llegar mi hermana solté el llanto que sólo se le expresa a los seres más queridos. Fue breve, pero muy amargo. Rumbo a la clínica recordé el día que murió mi padre, él también se fue en noviembre, pero hace diecinueve años. Aquella vez una tía pasó por mí y por mis hermanos para que nos despidiéramos de mi papá, pero cuando llegamos ya había fallecido.

A Bicho lo encontramos vivo, aunque ya no coleando. Tenía el tubo de la anestesia atado al hocico y su vientre rasurado asomaba la enorme incisión de la cirugía. Lo acaricié y lo besé por última vez, luego le arranqué un bigote con el que todavía me hago cosquillas en el oído. Al abandonar el cuarto el veterinario abrió aún más la llave de la anestesia y vino el paro cardiaco. Bicho dejó de respirar alrededor de las cinco de la tarde.

El ciclo de la vida es el único que se cumple puntualmente. La cita con la muerte es insoslayable y de nada sirve lamentarse por lo que no pudo ser. Hoy tristemente cierro el último capítulo de una de las historias más felices de mi vida.

Hasta siempre Bicho, te vamos a extrañar.