lunes, 5 de diciembre de 2011

Hasta siempre Bicho



Bicho llegó como suelen llegar las mejores cosas de la vida: por mera casualidad. Mi sobrina lo recogió en la entrada de la unidad habitacional donde vivíamos en aquel entonces. Estaba asustado, hambriento, con frío. Acordamos que sólo se quedaría un par de días antes de regalarlo a la encargada de la tiendita del primer piso. Vivió con nosotros once años, tiempo en el que inevitablemente se volvió parte de la familia.

Quienes aseguran que los gatos no son cariñosos hablan desde la ignorancia. Incluso los que han tenido uno como mascota y reniegan de su comportamiento sueltan la misma perogrullada: “es que no son como los perros”. ¡Pues no, son gatos, y así es como se comportan!
Como todos los felinos, Bicho era un absoluto desmadre, un rebelde irredento. Y precisamente eso lo hacía único y entrañable. Todos los recuerdos que tengo de él transitan sobre esa convicción dionisiaca a la que ancló su existencia. No se me olvida, por ejemplo, cuando en una solemne noche guadalupana en la que varias vecinas invitadas le rezaban a la virgen, trepó sigilosamente hasta la cabeza de mi madre y comenzó a dar zarpazos en su cabello como si fuera una bola de estambre.

En otra ocasión, luego de recibir un regaño también de mi mamá, aguantó paciente el momento en que se distrajo y corrió a darle literalmente una cachetada. Así tal cual, sin sacar las garras, simplemente corrió hacia ella y le estampó la huella de su pata rosada en la mejilla, para después salir despavorido a guarecerse debajo de la cama. ¿O qué tal esa noche en que lo descubrí sobre la mesa del comedor lamiendo a placer la cajeta que dejamos destapada? O la vez que se quemó los bigotes por meter la cabeza en el boiler, o cuando…
Son innumerables las anécdotas y los recuerdos que se atesoran a lo largo de más de una década de convivencia. Cuando lo adoptamos yo aún no ingresaba a la Universidad y el departamento que actualmente habito era apenas un esbozo en obra negra. En estos once años Bicho vio salir a mi hermana vestida de novia rumbo a su boda y despidió a mi sobrina cuando partió con su panza de 9 meses hacia el hospital.

Bicho también era el más fiel de los compañeros, y es así como siento su pérdida, porque más  allá de los incontables momentos felices que guardo en la memoria,  extraño esa implacable cotidianidad que ahora se vuelve contra mí en forma de nostalgia. Quisiera volver a sentir sus arrumacos, verlo brincar sobre el sillón y el refrigerador, escuchar su ronroneo afanoso o sus maullidos con los que exigía su pechuga de pollo término medio, sin sal. ¡Qué ganas de regresar los días en el calendario!
Hoy se cumple un mes de su partida. Fue tan rápida e inesperada que ni siquiera hubo tiempo de reflexionar. Siempre fue un gato ágil, rozagante; a pesar de su edad aún conservaba completa la dentadura y jamás hubo que llevarlo al veterinario, hasta aquel día en que simplemente ya no quiso comer.

En la primera revisión médica el diagnóstico fue una especie de laringitis. Tres días después y cien gramos de peso menos, le detectaron “algo” en el intestino y me advirtieron que tendría que operarse cuanto antes. Fue el último día que lo vi con los ojos abiertos.

Resultó que ese “algo” era un virus que traía pegado por casi todo el intestino, así que había que cortarle gran parte del mismo. Cuando el doctor me lo dijo al teléfono, sentenció: “…sería un milagro si sobrevive”. Le pedí que esperara a mi llegada para despedirme de mi gato y colgué, ya como con tres nudos en la garganta.
Al llegar mi hermana solté el llanto que sólo se le expresa a los seres más queridos. Fue breve, pero muy amargo. Rumbo a la clínica recordé el día que murió mi padre, él también se fue en noviembre, pero hace diecinueve años. Aquella vez una tía pasó por mí y por mis hermanos para que nos despidiéramos de mi papá, pero cuando llegamos ya había fallecido.

A Bicho lo encontramos vivo, aunque ya no coleando. Tenía el tubo de la anestesia atado al hocico y su vientre rasurado asomaba la enorme incisión de la cirugía. Lo acaricié y lo besé por última vez, luego le arranqué un bigote con el que todavía me hago cosquillas en el oído. Al abandonar el cuarto el veterinario abrió aún más la llave de la anestesia y vino el paro cardiaco. Bicho dejó de respirar alrededor de las cinco de la tarde.

El ciclo de la vida es el único que se cumple puntualmente. La cita con la muerte es insoslayable y de nada sirve lamentarse por lo que no pudo ser. Hoy tristemente cierro el último capítulo de una de las historias más felices de mi vida.

Hasta siempre Bicho, te vamos a extrañar.

miércoles, 6 de julio de 2011

Lecciones de la Elección

Hace dos años escribí en la revista donde trabajaba un artículo en el que argumenté mi decisión de no votar en las elecciones intermedias de 2009, a pesar de que en aquel entonces se exhortó a los ciudadanos a anular el voto, como una forma de protesta por la ineptitud de la clase política mexicana. Retomo el texto a propósito de las pasadas elecciones en el Estado de México, y porque aún se sigue propalando la mentira de que la abstención es un acto de indiferencia.

El domingo 5 de julio opté por no sufragar. Es la primera vez que no lo hago desde que cumplí la mayoría de edad. La decisión no fue fácil; una famosa tienda de conveniencia cuyo nombre en lenguaje cibernético significa “kisses and hugs” y al que sólo le falta una equis para considerarse pornográfico, me ofrecía café gratis si mostraba mi dedo pulgar manchado con líquido indeleble. Tentador, sin duda.

Otro motivo que me hizo titubear fue mi deseo de castigar al PRD en la delegación Cuauhtémoc, donde he vivido toda la vida. No le perdono ni le perdonaré al partido del Sol Azteca —por el cual había votado en comicios anteriores— que en 2006 haya solapado a López Obrador el criminal bloqueo por más de un mes sobre Paseo de la Reforma.

Tampoco vuelvo a confiar —lo hice en la última elección y fue un error que casi le entrega a un loco megalómano la Presidencia de la República— en el partido que defendió a René Bejarano, el ex diputado local en el DF que estando en funciones recibió inexplicable e impúdicamente dinero de manos del empresario Carlos Ahumada; fajos de billetes que vimos en televisión abierta cómo metía cual vulgar asalta bancos en una maleta. Un partido que consiente sin mayor recelo estos delitos no merece continuar en el poder.

También me hizo reflexionar todo el bombardeo mediático del IFE, que para justificar su causa, recurrió a la misma estrategia de adoctrinamiento que cada año utiliza Televisa en el Teletón: la culpa. Ahora resulta que los abstencionistas y quienes llamaron a votar en blanco son los culpables de nuestra fallida democracia.

Según la lógica del IFE, el desencanto ciudadano por la política no justifica la abstención y la anulación del voto, no importa que el mismo sistema democrático mantenga incólume la corrupción e ineptitud en todos los órganos de gobierno y que por más válido que sea nuestro voto, éste no ha servido de nada para erradicar el nepotismo y el ascenso al poder de funcionarios incompetentes que sólo han entregado miserables resultados en materias fundamentales para el desarrollo del país, como son salud, economía, educación y seguridad.

Por si fuera poco, el IFE advierte a los “apáticos” en sus spots televisivos que después no se estén quejando. Un razonamiento estúpido y aterrador, porque no sólo les quita el derecho a los ciudadanos de exigir a sus gobernantes que entreguen resultados favorables, sino que exime a los funcionarios de que cumplan con esa responsabilidad, ya que si unos pierden el derecho a quejarse, la contraparte se libera del compromiso de entregar cuentas.

Bajo esta perspectiva, si únicamente votó el cuarenta por ciento de los electores, ¿entonces los jefes delegacionales y presidentes municipales están obligados a dar seguridad únicamente al cuarenta por ciento que representan? ¿Que le corten el agua y el alumbrado público al sesenta por ciento que no votó? ¿Ésta es la democracia que promueve el IFE?

El voto es un derecho, pero abstenerse de hacerlo también lo es. ¿Qué artículo constitucional establece la supresión de los derechos ciudadanos cuando se decide no sufragar? ¿Qué página de la Carta Magna estipula que si no voto pierdo mi derecho a denunciar un asalto o a un funcionario corrupto?

Al final del día mi convicción se mantuvo. Me levanté temprano como todos los domingos y salí en mi bicicleta a recorrer Paseo de la Reforma, pero no acudí a tachar ninguna boleta electoral. Sin embargo, fue un “no voto” razonado, aunque muchos no estén de acuerdo. Fue la única alternativa que encontré para motivar un cambio por la vía democrática, en vez de irme a la lucha armada o a la revuelta social.

No voté en blanco porque no quería que confundieran mi sufragio con el de algún idiota que trazó una cruz en más de un logotipo. Quise dejar un mensaje mucho más claro y contundente.

Mi abstención significa que no creo en la política y no confío ni en los partidos ni en los candidatos. Es verdad que no todos son iguales, pero también es cierto que ya son bastantes años de alternancia en el poder sin que se haya logrado un cambio de fondo que permita salir a nuestro país del estancamiento social y económico en el que se encuentra.

No voté porque tampoco quise legitimar el perverso juego de elegir al menos malo, como si se tratara de una cascarita de futbol. Ésta filosofía es la que tiene a México ahogado en la mediocridad. Es inconcebible que diputados y senadores aplaudan reformas que saben de antemano inútiles, como la petrolera, que para cuando se construya la nueva refinería probablemente ya no habrá reservas del hidrocarburo, y que además acepten cínicamente que no es la óptima y se justifiquen con el mediocre: “es mejor eso que nada”.

¿Acaso se les paga para que hagan reformas “no tan malas”? ¿Qué empresa conoce usted que trabaje bajo este principio? ¿Votar por el menos malo? Hasta para ingresar a la secundaria se realiza un examen para seleccionar a los mejores. Cualquiera que pretenda conseguir un empleo debe demostrar sus capacidades y competir con cientos de personas para obtener el puesto.

Votar por el menos malo significa un total desprecio por las instituciones gubernamentales. Los funcionarios deberían ser no sólo profesionales, sino especialistas en la materia a su cargo, con vastos conocimientos para resolver los problemas que enfrentan.

Es increíble la irresponsabilidad con que saltan de un puesto a otro. Con todo y que Juan Molinar Horcasitas es Maestro en Ciencias Políticas por el Colegio de México, ¿por qué diantres lo nombraron Director General del Instituto Mexicano del Seguro Social? ¿Y ahora por qué está al frente de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes? No dude que después pase a la Secretaría de Agricultura y de ahí brinque a la Marina.

¿Alguna vez se ha preguntado qué ley otorga ipso facto la dirección del DIF a la esposa del presidente? No le parece una falta de respeto que ex deportistas, por muy exitosos que hayan sido, se conviertan de la noche a la mañana en funcionarios, y una vez demostrada su incapacidad en el área en la que se supone son conocedores todavía se les premie con la candidatura a una diputación o a una gubernatura local.

Ejemplos hay muchos, como Carlos Hermosillo, que no hizo absolutamente nada en CONADE y  dejó con la mano extendida a los medallistas olímpicos de Pekín, pues no les cumplió la promesa de entregarles los estímulos económicos de 5 millones de pesos a los que ganaron oro y tres millones a los de bronce. Y a pesar de las promesas rotas y del supuesto compromiso de trabajar para el deporte mexicano, sin mayor escrúpulo abandonó el cargo para buscar una diputación por Veracruz.

Situación similar ocurrió con Ana Guevara, que con la mano en la cintura dejó temporalmente su cargo en la Dirección del Instituto del Deporte del Distrito Federal para irse de comentarista con una televisora a los juegos olímpicos, y aún así tuvo el descaro de ser candidata para gobernar la delegación Miguel Hidalgo en el Distrito Federal.

Es verdad que cualquier persona tiene derecho a buscar un puesto de elección popular, siempre y cuando demuestre que está capacitada, de lo contrario un día nos vamos a ver rodeados de puros “Juanitos”, y créame que ya no falta mucho.

Si bien la abstención se puede confundir con la apatía de quien no acudió a votar por flojera o desidia, hay una diferencia significativa entre el abstencionismo de estas elecciones con las de 1988 y años anteriores. Antes no había ninguna garantía de que se respetara el voto ciudadano, ya que el partido en el poder era juez y parte, basta recordar la famosa caída del sistema en las elecciones que le dieron la presidencia a Carlos Salinas de Gortari.

A diferencia de esos años oscuros, hoy el IFE, pese a que ha caído en desprestigio, aún mantiene la confianza de los ciudadanos para organizar y garantizar elecciones justas, donde la gente tiene la certeza de que su voto será bien contado. Ahora el problema es que se terminaron las opciones políticas, por eso abstenerse no es una actitud de inmovilidad, sino un grito de rechazo hacia quienes velan por sus intereses económicos y partidistas, y no por solucionar los problemas de la ciudadanía.

Se trata de buscar nuevas formas de presión para motivar un cambio que obligue a los gobernantes a trabajar por el país para sacarlo de su atraso socioeconómico y que no utilicen el poder que se les otorga para su propio beneficio.

Si los partidos políticos desean revertir la pésima reputación que tienen entre los ciudadanos —en cualquier encuesta están por debajo incluso de los policías— y hacer que la gente se interese y participe en las elecciones, sería bueno que realizaran los cambios en la ley que muchos exigimos, como:

1.- Eliminar diputaciones plurinominales. Que sean los ciudadanos y no las cúpulas partidistas quienes elijan a los legisladores.

2.- Desaparición del fuero. Nada más infame que la impunidad legalizada.

3.- Reducción del presupuesto para los partidos y para las elecciones. Según el Presupuesto de Egresos de la Federación, este año la Cámara de Diputados nos costará 5 mil 284 millones de pesos; 10.5 millones de pesos por cada uno de los holgazanes que calienta las curules. Más de 40 millones de pobres en el país y 500 legisladores con sueldo millonario a costa del erario. Para las elecciones los partidos se despacharon con la cuchara grande y se aprobaron un presupuesto de más de 3 mil 500 millones de pesos para unas elecciones intermedias. ¿En qué se gastaron tanto dinero si ni siquiera hubo que dilapidarlo en spots de radio y televisión?

Se trata de demandas que fácilmente podrían satisfacerse, falta que los legisladores quieran soltar el botín.

lunes, 11 de abril de 2011

Cinemex: manual para perder un cliente

Hace 15 años Cinemex regresó a la gente a las salas de proyección de la Ciudad de México. Su llegada fue la luz al final del túnel para un público harto de visitar cines obsoletos, sucios y malolientes. Recuerdo que era tal la decadencia en aquella época, que por ejemplo, el cine Cosmos era legendario por la presencia de sus clientes más fieles: ratas. Se recomendaba —un poco en broma y un mucho en serio— llevar un pico para cazar a los roedores que corrían entre las butacas.

Pero todo vuelve a su origen. A Cinemex le tomó 3 lustros instalarse en el mismo muladar que ocuparon sus predecesores. Durante esta década y media de existencia, la cadena de cines ha hecho todo para que deje de ser su cliente — ¡y vaya que se han esforzado!—. Así que no me queda más que felicitarlos. Lo lograron.

Son tantos los incidentes que he tenido en Cinemex que podría escribir un libro de ello. Ok, exageré, pero sí son incontables las veces que el personal de esta empresa me ha hecho derramar bilis. Aquí sólo algunos de los acontecimientos que me llenaron el hígado de piedritas: 

1.- No conozco a nadie que le guste que lo vean cagar. A mí tampoco. Es una acción placentera sólo cuando se realiza en absoluta privacidad. Pues en eso estaba, sentado en el excusado, con los calzones a ras de piso y las nalgas al descubierto, cuando a un señor de intendencia se le ocurrió que era buen momento para cambiar un foco averiado. Colocó su escalera enfrente de la puerta del baño y subió.

El suceso fue tan grotesco como cualquier escena escatológica de “La risa en vacaciones", pero esta vez no se trataba de una broma. Mi reacción fue la única posible —no me paré, obvio—. Levanté la mirada y le espeté ya sin ningún decoro: “¡¿qué no ve?!”.

El tipo intentó justificarse argumentando que únicamente hacía su trabajo. Me imagino que trapear pisos y limpiar mingitorios termina invariablemente pulverizando la dignidad humana, pero ¿acaso esperaba que me limpiara la cola mientras me observaba? Lo hubiera hecho, y le hubiera sorrajado el papel en las narices.

2.- Corrían las primeras imágenes de “La leyenda del tesoro perdido”, con Nicolas Cage, cuando un sujeto irrumpió en la sala para hacerse el chistoso. Comenzó a gritar que la película era un fraude y que no valía la pena que la viéramos. Aguantamos los inocuos vituperios del inadaptado en contra del filme, rogando que no se atreviera a revelar trama. Pasaron bastantes minutos hasta que un empleado se enteró de lo que sucedía; tiempo suficiente para que el inicio de la película resultara incomprensible.

Cuando llegó el personal a sacar de la sala al desquiciado, pedimos que regresaran la cinta, pues no era nuestra culpa que un tarado nos arruinara los primeros —y muy valiosos— minutos de proyección, y aunque tampoco era culpa de la empresa, sí eran responsables de no solucionar el incidente de inmediato, así que intentamos hacer valer la regla básica de cualquier negocio: “el cliente siempre tiene la razón”. ¡Cuánta inocencia!

Nuestra petición era más que justa y no implicaba mayores problemas; sin embargo, nos ignoraron por completo. Ni siquiera tuvieron la cortesía de parar la proyección mientras un incauto empleado ofrecía disculpas y refill de palomitas y refresco para apaciguar nuestra molestia. Hasta ahí llegó su buena voluntad. Yo no acostumbro comer en el cine porque me gusta asistir a ver la película, no a tragar, así que en mi caso no hubo ningún desagravio.

3.- Si algo valoraba de Cinemex era la limpieza de sus instalaciones, especialmente de los baños —sí, otra vez ese sacrosanto lugar—. Si bien los excusados no están rebosantes de materia fecal —al menos no siempre—, sí están muy lejos de la pulcritud que antes los caracterizaba.

Sanitario viene de sanidad. El término hace referencia al aseo y la higiene, por lo tanto, los “sanitarios” no tienen por qué oler a meados. Pero en esta empresa las cosas funcionan de otra forma: espejos percudidos, puertas desvencijadas y sin cerraduras, llaves y lavabos con sarro, etcétera. El colmo son los mingitorios de algunos complejos que no utilizan agua, y no porque empleen una tecnología bondadosa con el medio ambiente con la cual se pueda prescindir del vital líquido, como sucede en otros lugares. Nada de eso. Simplemente cortaron las tuberías y dejaron que los orines corrieran al drenaje por efecto de la gravedad. Un asco.

4.- Llegué a la taquilla un poco apresurado porque la función estaba a punto de comenzar. Le dije claramente a la persona que me atendió: “un boleto para Apocalypto”. Ya dentro de la sala, me pareció extraño que no iniciara la película, porque hasta eso son puntuales. No dije nada. Diez minutos más tarde se levantaron las cortinas.

Después de otros quince o veinte minutos de publicidad finalmente empezó la proyección. Las imágenes no tenían nada que ver con el título del filme; sin embargo, pensé que se trataba de un inicio donde primero dan un contexto desde la actualidad y luego recrean todo el acontecimiento pasado.

¡Oh sorpresa! Al correr los créditos iniciales leí desconcertado que los protagonistas eran Leonardo DiCaprio y Jennifer Connelly. ¿Me había equivocado de sala? No, era la misma que traía impresa el boleto: “Sala 2 Diamante de Sangre”. El zoquete de la taquilla me había dado una entrada para una película distinta a la que le pedí.

¿Por qué no me fije? Es la pregunta obvia. Digamos que si pido palomitas de caramelo, no espero que me den unas de queso. Es un error que jamás me pasó por la cabeza. Yo sólo tomé el ticket y fui adonde me dijeron. Para mi mala suerte, la diferencia de horarios entre ambas cintas era sólo de diez minutos, así que no hubo mayores indicios que me alertaran de la pifia. Era cambiarme de sala y ver la película ya iniciada o esperarme a la próxima función —si no se oponían los empleados—. Hasta la fecha no he visto Apocalypto.

5.- Hace unos años  instauraron un programa de membresías en el que por ciento veinticinco pesos al mes era posible entrar a todas las funciones de todos sus complejos. Había otros planes de menor costo, pero a mí me convenía el de acceso total. Era en verdad una gran oferta que disfruté hasta que entró la nueva administración (Cinemex fue adquirido por Entretenimiento GM en 2008), cuyo modelo de negocios no comulgaba con la satisfacción de sus clientes. Lo peor fue que lo eliminaron cuando perdí mi trabajo, justo cuando más necesitaba hacer rendir mi dinero, además de que era el momento perfecto para chutarme toda la cartelera. No soy fatalista, pero esta coincidencia fue una señal más de que no me convenía mantener mi fidelidad a la empresa.

6.- Otra de las cosas que realmente se agradecía de Cinemex era el Festival Internacional de Cine Contemporáneo (FICCO). Un par de semanas con una vasta cartelera de filmes de todo el mundo. La oferta era por mucho la más vanguardista que se presentaba en la Ciudad de México, y aunque uno podía encontrarse con sangronadas como una cámara fija tomando por hora y media el ir y venir de las olas del mar, en general eran buenas propuestas. El año pasado todo estaba listo para una edición más del FICCO —incluso ya habían comenzado a circular algunos impresos publicitarios—; sin embargo, el festival se canceló.

7.- Desde hace varios años tengo la tarjeta de Invitado Especial. Actualmente poseo la de mayor categoría: Premium. Eso quiere decir que soy un buen cliente, porque se requieren mínimo 22 visitas al año para obtener ese estatus. Reconozco que tiene sus beneficios, y uno de ellos es la taquilla exclusiva, que sería muy útil… Si alguna vez hubiera alguien que la atendiera.

Otro beneficio son los puntos que se acumulan por consumo. La relación es más o menos la siguiente: 20 pesos = 1 punto = 1 peso. Así que se necesita gastar bastante para obtener gratis un boleto o unas palomitas “jumbo” — ¡ay ajá!— de 40 y tantos pesos, que dicho sea de paso, es un auténtico robo, porque además saben horribles. Lo comento porque en mis últimas visitas al cine tuve que comprar sus productos —el precio de asistir acompañado— y el saldo fue: unas palomitas insípidas, otras tan saladas que hasta se me arrugó la boca y unas de plano incomibles, porque el jugo de limón que le pusimos estaba rancio.

Pero dicen que “si son regaladas, hasta las puñaladas”. Así que no me quejo de los raquíticos beneficios por ser Invitado Especial, pero sí de que me hagan gastar mis valiosos puntos a lo idiota. Si no mal recuerdo, en los últimos días de 2009 llevaba acumulados alrededor de cien puntos, los cuales estaba reservando para tiempos de precariedad, pero cuando asistí al cine me informaron que debía utilizarlos antes de finalizar el año o los perdería. ¡Vil mentira! Me engañaron sólo para que hiciera uso de ellos.

Lo peor fue que me los gasté en una bebida y una chapata de jamón serrano que estaba tan correoso que más bien parecía de “chito” —carne de caballo o de burro, según la leyenda—. Una auténtica porquería. Y aún así ostentan el Distintivo H que otorga la Secretaría de Turismo por la calidad, higiene y manejo de sus productos. ¡Bah!

Pero estos “incidentes” son sólo la punta del  iceberg del pésimo servicio de Cinemex, empresa que ahora está más interesada en que la gente compre chapatas, palomitas y cafés —carísimos y de mala calidad— en vez de atender la verdadera razón de su existencia: la proyección de películas. Un auténtico Harakiri.

Es increíble el descuido de la empresa en este sentido. Por ejemplo, no pocas veces el sonido de las películas es similar al de un radio mal sintonizado en AM o al de un megáfono de escuela primaria. De nada sirve el THX o el Dolby Surround cuando el sistema de audio de Cinemex es una bocina de mala calidad.

Y ni qué decir de la imagen. Cuando no está fuera de foco está mal ajustada o se ve distorsionada. Innumerables ocasiones he tenido que abandonar la sala para decirle a alguno de los escuincles que trabajan en esa empresa —ahora entiendo por qué tanta reticencia para contratar gente muy joven— que corrijan los errores en la proyección.

De igual forma, es casi regla el levantarme a cerrar la puerta y las cortinas, especialmente en las salas pequeñas donde las butacas están a pocos metros de la entrada. Ya bastante molesto es soportar a la gente que cuchichea y traga como rumiante, como para todavía aguantar el ruido exterior.

También me ha pasado muchas veces —y es como para mentarles la madre, que ganas no me han faltado— que prenden la luz del cuarto donde está el proyector, sin importarles que con ello también se ilumine la sala. De verdad me resulta inconcebible, porque no se trata de un descuido, sino de una absoluta falta de respeto. Lo mismo que cuando entran a limpiar mientras corren los créditos finales, es como si un mesero se llevara los platos cuando aún tienen comida.

Por mucho tiempo mandé mis quejas por mail y las escribí en las papeletas de su buzón de sugerencias —la última en enero—. Jamás he recibido respuesta. Mejor hace poco me agradecieron del New York Times el que les haya comentado un error en su página web (escribieron fags, en vez de flags). Y tengo el correo que lo prueba.

Habrá quien piense que exagero o que soy muy mamón. Allá ellos si les gusta pagar por que los traten mal. Yo a Cinemex sólo regresaré a utilizar las promociones de su calendario —no pienso regalarles nada— o cuando de plano no tenga otra opción. En el servicio no hay cabida para los errores, y yo llevo años aguantándolos, creo que ya es momento de mandarlos a la chingada.

Twitter: @chilango25